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  • Foto del escritorAmelia Presman

La cama muerta

Actualizado: 26 abr 2022

Mariana, que nunca planificaba meriendas durante la semana, aunque se plegara a las organizadas por las demás, me pidió para reunirnos ese martes por la tarde. Supuse que era importante. Cálida, menuda, fiel. Mariana estaba presente en las ocasiones importantes con pocas palabras y una increíble capacidad de escucha. Se interesaba por los proyectos ajenos, los estados de ánimo de mis hijos, las nimiedades que forman parte de lo cotidiano. En ella confiaba las hondas rabietas que me generaban las deslealtades laborales, los problemas maritales de mi hermana y, por supuesto, mis penas. Compartíamos las novelas de Claudia Piñeiro e Isabel Allende y las recetas legadas por mi bobe Raquel, que un poco terminaba siendo suya porque a ella le encantaban los platos moishes. La invitación a reunirse era una señal palpable de algo. El verano había terminado hacía unas tres semanas, y los fresnos de la vereda –ya opacos- contrastaban en el cielo plomizo. A lo lejos, se adivinaba una tormenta.

-Hace dos años duermo en el sofá del living- se despachó con voz marchita ni bien tomó el primer mate.

-¿Por qué Mariana?- respondí, confundida.

-Porque Diego mira televisión toda la noche y yo necesito descansar- aseguró con laxa pasividad.

Mis oídos no daban crédito a sus palabras. Me encontré intentando procesar esa información: si Mariana dormía en el sofá, era obvio no dormía con Diego; si dormía en el sofá era porque él ocupaba la cama matrimonial; si dormía hacía tantos meses en el sofá esa relación estaba muerta.

No se la veía bien: reía menos, llevaba los dedos en carne viva de comerse las uñas.

-Tal vez no me expresé bien. ¿Porque permitís esa situación? -.

Con voz casi inaudible explicó que se había cansado de pedirle a Diego que apagara la televisión, le bajara el sonido o probara ver películas en el equipo del comedor. Que intentó convencerlo de que la luz titilante y los tiroteos desenfrenados de los policiales afectaban el inicio del sueño, que se le presentaba a una hora inapropiada. Le recordó las innumerables oportunidades que su despertador sonaba seis menos cinco en la mañana e iba a trabajar sin descansar.

-¿Sabes la de veces que metí la pata en todo este tiempo cargando las planillas de sueldos en el sanatorio?- suspiró.

El asombro se me resbalaba hacia la boca, abierta como una trampa. El cerebro me rugía, alterado ante la situación tan perturbadora que tenía enfrente. En nuestras últimas charlas, ahora caía en la cuenta, había una tristeza blanda en sus ojos pardos. En el patio, la tormenta se presentía cerca. Adentro de mi pecho se gestaba otra.

-Gutiérrez me advirtió que, si sigo así, me espera una suspensión. ¿A que no adivinas cual fue la contestación de Diego? …que la King Size y toda la ropa de cama la compró él, eso me dice, qué él bancó viajes, que paga la mayor parte de los gastos de la casa y que si quiere ver películas toda la noche tiene derecho a hacerlo.

La falta de empatía de Diego –que siempre me pareció un poco imbécil, sobre todo cuando cerraba negocios y se trepaba a una soberbia de la que no quería descender-, se asemejaba a la psicopatía. ¿Por qué empecinarse en alejarla de ese modo? ¿Tenía otra mujer? ¿Si el dinero no era un obstáculo, sencillamente porque no se iba? Por cobardía, muchos hombres prolongan una relación agonizante. Operan de modo tal que es la mujer quien debe darse cuenta que el vínculo está quebrado y las fuerzan a tomar la decisión de darla por terminada, sin hacerse cargo de nada.

-Diego es un pelotudo arrogante- solté. -¿Te das cuenta que vivís con un tipo que permite que improvises un campamento en el living de tu propia casa para que no le interrumpas el entretenimiento?. ¿Qué clase de persona es?-.

En la amistad no sé de sutilezas. La emoción me gana todas las veces y la lengua se vuelve áspera. Por un lado, destilaba furia y desprecio ante el hombre que maltrataba a Mariana. Por otra, me crispaba su exceso de tolerancia, su silencio oscuro. Y en el medio, una atroz premonición me aturdía las manos.

Lloraba sin sonido, como si le hubieran abierto dos compuertas pequeñas en los ojos. El agua se le escurría, mansa, sobre las mejillas pálidas. Sorbió otro mate, mientras se limpiaba los ojos con el dorso de la mano. Vi entonces los círculos violáceos en la muñeca. Afuera, un rayo se estrellaba en el horizonte. Observé sus pupilas repletas de dolor y vergüenza. Me levanté y la estrujé en un abrazo mientras su cuerpo, vulnerable, se mecía al compás de una tempestad interna. El silencio nos cubrió un largo rato.

Sentí el impulso de cuestionarle que no me lo hubiera contado, pero intuí la respuesta: ¿a quién le es sencillo exponer la infelicidad que nos abruma, hacer públicas las humillaciones de nuestra propia existencia, en fin, admitir que nuestro mundito está sangrando?

Las palabras que habían estado aterrorizadas tomaron cuerpo, fueron enhebrándose, lentas, perdiendo densidad y haciéndolas comprensibles al corazón. Diego emergía de la conversación no ya como un ser soberbio y de trato seductor, aspectos que había advertido, sino como un hombre violento, cruel, controlador.

Las mujeres vivimos atadas a los miedos, propios e impuestos. Los sacamos a pasear cada vez que amanecemos: miedo a la soledad, a no ser amadas, al fracaso, las pérdidas, la vejez. Miedo a las denuncias, a que no nos crean. Miedo a que regrese, miedo a no sanar.

Preparé otro termo de mate y le ofrecí una porción de torta de matzá y chocolate. Con una servilleta se limpió la nariz y señalando las miguitas del plato pidió: “Me olvidé que estabas en Pesaj. Pasame esta receta”.

El pueblo judío conmemora en Pascua la salida de Egipto mediante las diez tremendas plagas con las que D´s azotó a los tiranos. Cuarenta extensos años en el desierto cuentan que deambulamos antes de poner un pie en la Tierra Prometida. Moisés no andaba perdido, aseguran los estudiosos de la Toráh, sino que necesitaba tiempo para cambiar la mentalidad de los oprimidos. Las interpretaciones y lecturas de esta festividad siempre me han parecido hermosas: es la fiesta de la libertad, el libre albedrío y la memoria.

Pasé por obvio el paralelismo entre Diego y las tinieblas -la novena plaga- y me quedé rumiando: Mariana franqueó su propio territorio, el miedo. Alcanzó la Tierra Prometida para esa etapa de su vida: amor propio…un triunfo grandioso, sin lugar a dudas.

Terapia, escucha, autoestima, sol, cariño. No en ese orden, claro, pero Mariana comenzó a tomar decisiones, ya sin justificar nada más. Diego se vio conminado a declarar ante el fiscal de turno luego de la denuncia en la Comisaría de la Mujer y el Menor. Lo primero que hizo Mariana fue vender la King Size y antes de que se instalara el invierno concilió un sueño reparador en una sencilla cama de una plaza en el departamento de calle Bolívar.

A partir de ese año, Mariana celebra nuestra Pascua. Ya no finge tolerar lo intolerable. Compartimos un Séder muy poco ortodoxo, leemos la Hagadá y tenemos a mano algún nuevo texto sobre las libertades. El postre lo prepara ella, y se luce con las recetas de la bobe Raquel.



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