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  • Foto del escritorAmelia Presman

La adultez expuesta



Fue grande mi sobresalto cuando vi a Emilce abandonar la casa en una camilla. Dos enfermeros la escoltaban, custodiando su humanidad desparramada. Las manos iban sueltas, espantaban tal vez las flores rosas del batón. Hacía tiempo que no se movía sola. Desde el patio, cuyo límite estaba trazado por una enredadera haragana, yo solía verla en su silla de ruedas. Corpulenta, añosa. Afable. ¿Quién no la conocía en el San Jerónimo? Para algunos la madre de Néstor, el embarcadizo que se ahogó joven; para otros la mujer al que el marido abandonó por una morocha -vulgar o no según quien lo contara-; para tantos y tantos otros la maestra vieja de la escuela primaria “Doña Goya”. Más allá de la etiqueta con la que la gente la identificaba, Lucía era por sobre todas las cosas, la madrina de diez o doce chiquitos del barrio. Arrancó dando de comer al más pequeño de los hijos de Gladys, Jonatan, que en ese entonces no iba ni al jardincito todavía. Los hermanos, Diego y Yésica, pasaban a buscarlo después de la escuela y se fueron quedando. Y así Sheila, Kevin, Lucrecia, Ludmila y los tres hermanitos González: Rubén, Roco y Yasmin. En tanto la jubilación y la artrosis se lo permitieron, compraba en el supermercado chino lo que sirviera para un almuerzo. Conforme los días caían del almanaque, el menú se volvía más flaco. Por lo habitual, el mes arrancaba con un guiso caldudo de arroz y osobuco. Para el 23 la gran cacerola era una masa amarilla, a la que a falta de manteca –un lujo inalcanzable-, le ponía aceite mezcla. Si Carlos, el de la despensa, tenía queso a punto de vencer, la polenta salía chirle y sabrosa. Los ojos de los chicos percibían el cambio y las sonrisas lo agradecían. A ella le preocupaba que no saltearan el almuerzo y achacaba –con razón- gran parte de todos los males de los niños a la falta de vitamina O. La O era de Olla, claro. A esos hijos postizos que se fueron arrimando, Lucía los mandaba a lavar las manos, a prolijarse la cara antes de la comida, y, en la medida de lo posible, a no discutir en la mesa. Trataba de que cada uno repitiera el plato porque notaba que con el estómago lleno, los abrazos entre las vocales y las consonantes fluían más fácil. El último tramo, una sobrina que vino a cuidarla: se notaba que la chica le hacía las compras y administraba las donaciones. Admiraba su serenidad. “¿Nunca te enojas vos?” pregunté un día que el Jonatan le gritó barbaridades porque, ya un 27 de abril, la polenta no alcanzó para una segunda ronda. “Tira la bronca acá porque en su casa lo fajan. Dejalo. Es su forma descargarse”. Abandonada dos veces, una por el destino y otra por traición, bien sabía ella cuantos insultos cabían en el dolor. “Paciencia y fideos calientes” su indicación para casi todos los males. Ahora que los enfermeros se llevaban su vestido de flores mustias, era consciente de la descarnada adultez a la que los chicos habían quedado expuestos.

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